El año había pasado con rapidez trepidante y de nuevo me encontraba preparando unas navidades. Unas fiestas de esas que repatean solamente el hecho de pensarlas.
J. L. Pedreira Massa
(Psiquiatra y Psicoterapeuta de infancia y adolescencia. Prof. Psicopatología, Grado Criminología, UNED (jubilado). Prof. Salud Pública, Grado Trabajo Social (jubilado), UNED)

Mis amigos y compañeros de la revista cultural de la Agrupación socialista de Chamberí me solicitan periódicamente alguna narración original, fuera de mis habituales escritos de pensamiento socio-político. Son “encargos” que realizo con gusto, ya que me obliga a elaborar algo diferente, dejar libre mi imaginación y dar forma de narración que trasmita ilusión y figuras metafóricas, siempre he intentado que sea una especie de composición poética en prosa. No siempre lo consigo, pero me satisface intentarlo, incluso en los errores cometidos soy capaz de justificarme, diciendo que no soy una persona romántica para escribir sobre esos temas.

Pero este encargo es un reto de superior nivel: “¿Puedes conseguir un cuento de Navidad?” Con gran seguridad fui capaz de confirmar la participación, así que ahora me encuentro frente al papel, con la estilográfica en la mano y esperando la llegada de la inspiración sobre un tema que sencillamente me repatea, ya que si hay unas fiestas que me molestan en grado superlativo son las navidades. No obstante, aquí estoy papel y estilográfica en ristre.

Ha trascurrido un tiempo dilatado y la inspiración no llega, al menos como para escribir algo sensible y creíble, algo que haga emerger emociones a su lectura. Así que … ¡Oh! Magnífico, quizá pudiera interesar a los lectores unas navidades diferentes, las únicas navidades distintas en contexto y situación que viví, una narración que…

El año había pasado con rapidez trepidante y de nuevo me encontraba preparando unas navidades. Unas fiestas de esas que repatean solamente el hecho de pensarlas. Me abrumaba volver a las comidas interminables con comidas exquisitas, pero en cantidades pantagruélicas y con una sobremesa inacabable. Estaba sumido en estos pensamientos tan escasamente edificantes cuando… sonó el teléfono, sí ese teléfono tipo góndola de color verde pastel, situado en una mesa rinconera del salón. Me dirigí, con paso firme, a contestar…

  • Sí, digamé.
  • José Luis tengo una propuesta que hacerte. La voz segura de Pilar era fácilmente reconocible ya que, como era habitual, casi no dejaba lugar ni para la duda ni para siquiera evaluar la posibilidad de rechazar la oferta que, aun siendo desconocida, seguro que era sugerente.
  • Tú dirás. Respuesta automática del que ya se encuentra rendido y derrotado de antemano.
  • Salimos para el Sahara en una misión dentro de cuatro días ¿cuento contigo?
  • ¿Paaara dónde? Dije sin mucha convicción, a la par que me dejaba caer en el sofá mientras miraba al espacio infinito que representaba la pared de enfrente.
  • Para el Sahara, a los campamentos de refugiados en Tindouf. La naturalidad de Pilar entraba dentro de la lógica.
  • Pero nos coge navidad. Balbuceé con torpeza
  • La verdad es que pensé que no eras de los que celebra la navidad de forma fastuosa. Su voz escondía un tono entre firme y de sutil ironía, por no decir franco cachondeo ¿Tienes previsto algo? Otra de las actitudes típicas de Pilar, preguntar después de contar la proposición realizada, así se aseguraba la respuesta: si no había nada previsto previamente, tampoco existía razón consistente para negarse a la propuesta realizada.
  • No, no, no.. bueno… quiero decir que no tenía nada previsto de forma programada, bueno quiero decir que… Desde luego no se puede ser más inhábil y torpe…
  • Vale, pues pasas las navidades con nosotros en el Sahara. Me dejó sin alternativa.
  • ¿Cuándo es la salida? Ya estaba pilladoy sin solución.

Fueron cuatro días de actividad furibunda: preparar las cosas que me iba a llevar en un bolsón de viaje, revisar el pasaporte, sacar dinero en efectivo del banco, despedirme de la familia y explicarles porqué no nos íbamos a ver y lo mucho que lo sentía, explicárselo también a mis hijos y a mi exmujer, no lo entendieron, pero “me perdonaron”. No sabía bien cómo me encontraba después de todas estas cosas y de los comentarios que me realizaban, curiosamente, demasiado coincidentes.

El día anterior a la programada salida se realizaba el “encendido” de las luces de navidad en Madrid. Nunca me había atraído esa ceremonia que consideraba superflua y disparatada, pero en esta ocasión algo me impulsó a acudir al acto. Tal como me imaginaba estaba atestada de gente la Gran Vía, casi no se podía dar un paso y el volumen de voz superaba, con mucho, la razonablemente soportable. Llegó el momento de la cuenta atrás que la gente coreaba a gritos 3…2…1…0 y de repente la luz se hizo, estalló una gran potencia con figuras realizadas con miles y miles de bombillas que iluminaban la oscura noche.

Un poco taciturno y con una mezcla de excitación y contención, me decidí a pasear por la Gran Vía, subí por la calle de Alcalá hasta Cibeles y luego hasta la Puerta de Alcalá, llegué a Velázquez y recorrí la calle para bajar por Goya y volver por Serrano, todo resplandecía con las luces que brillaban y daban un aspecto de fiesta mientras se escuchaba la música de los villancicos a gran volumen.

Volví a casa en un silencio interior que era necesario para mí. En momentos de este tipo necesito el silencio interior, estar conmigo sin hablar con nadie y de nada. Un ejercicio de introspección para reasegurar la decisión tomada, no dar vueltas a otras posibilidades, esa era mi decisión.  

La cita con el resto de mis compañeros y compañeras era en el aeropuerto, el viaje era complicado Madrid-Argel, allí cambiábamos de vuelo y marchábamos a Tindouf. En Argel había que tener cuidado con todos los paquetes que llevábamos para los campamentos, fundamentalmente de alimentos no perecederos y medicinas. Deberemos estar muy atentos para que no se los apropien los guardias o los empleados del aeropuerto.

El avión hasta Tindouf no era muy cómodo, parecía un aparato de transporte de mercancías, solo que en esta ocasión la mercancía éramos nosotros. La conversación entre nosotros era fluida y amena, nos esforzamos por poner en común experiencias de otros viajes humanitarios llenos de anécdotas que nos hacían sonreír abiertamente. Por un momento parecía que íbamos de viaje de placer. Yo me encontraba entre asombrado y estupefacto, escuchaba y observaba, otra de las formas típicas mías para empaparme de lo que acontecía. La llegada a Tindouf sucedió tras dos horas de sobrevolar el desierto del Sahara. A la llegada nos aguardaban los saharauis con tres camionetas y una especie de autobús caducado, pintado de azul desconchado.

Tras casi una hora de viaje, atravesamos unas celosías que hacían una especie de “puerta de entrada en pleno desierto” y, al fin, llegamos a Rabouni, la capital administrativa de los campamentos de refugiados, donde se encontraba la sede del gobierno dirigido por el Frente Polisario, un poco más apartados había un destacamento de cascos azules de la ONU, los “minursos” que, en teoría, estaban para organizar el referéndum para dar cumplimiento a los acuerdos internacionales y que el Reino de Marruecos no permitía su celebración. Todo se albergaba en una serie de edificaciones de adobe y tiendas de campaña y haimas, amablemente las denominamos como “El Palace”. En una de las edificaciones estaban las duchas, sobre el techo los depósitos de agua. Los carteles estaban escritos con los trazos árabes y debajo en castellano. Pregunté por los servicios y fue mi primer ridículo, la gente sonrió y me señalaron la inmensidad del desierto, tras lo que me percibí la estupidez que acababa de cometer.

Tras instalarnos tuvimos la primera reunión con el Ministro de Salud que nos daba la bienvenida oficial, nos comunicó que al día siguiente nos recogerían para pasar consulta en las huidayas de Smara, Dahla o Aiun u otros departamentos, según la distribución que hiciéramos. Al preguntar a la hora que vendrían a recogernos, nos señaló de forma escueta: “después del desayuno”, repreguntamos por la hora para desayunar, de nuevo una contestación lacónica: “cuando salga el sol”. Primera enseñanza: el reloj no era un instrumento de utilidad en el desierto.

Los compañeros más veteranos nos señalaron que la ducha se hacía por la tarde, al volver de la actividad clínica, así el sol habría templado el agua de los depósitos, pues por la noche hace mucho frío y a primera hora de la mañana el agua está helada.

Tras esta primera toma de contacto decidí dar un paseo, me acompañó Marta, otra compañera psiquiatra, parecía preocupada por mi silencio y por mi conducta de observación. Le miré y sonreí, creo que era una sonrisa de agradecimiento y también de cierta complicidad.

“Vamos chicos”, era la llamada de Aitor que nos requería para ir al Hospital. El centro hospitalario había sido construido por España, era un coqueto edificio de una sola planta y ocupando una extensión relevante. Cuando llegamos nos salieron a recibir los médicos que estaban de guardia, otra sorpresa nos esperaba: los compañeros que nos recibían eran médicos cubanos, su simpatía era desbordante e hicimos con ellos el recorrido por todo el hospital que estaba bastante bien dotado.

Al finalizar el recorrido, del que habían sido excelentes anfitriones, nos invitaron a quedarnos con ellos a cenar, lo hicimos agradecidos y con mucho gusto. Cenamos comida cubana: pollo con arroz blanco y lo regamos con ron de caña de azúcar, cantamos canciones, bailamos salsa y son, los cubanos eran unos artistas y nosotros un poco torpones, pero, de forma más voluntariosa que eficaz, intentamos seguir el ritmo. Era evidente, el ron había hecho su efecto “liberador” de vergüenzas y de exaltación de colaboración a lo que fuera menester.

Alguien comentó, de forma añorante, el recuerdo de las luces de navidad. Los compañeros cubanos tuvieron unos reflejos rápidos. Nos invitaron a tumbarnos en el suelo mirando al cielo, así lo hicimos y nos tumbamos unidos por las cabezas mirando a un cielo increíble, lleno de estrellas que brillaban y encendía el firmamento, no había contaminación ni lumínica ni de otro tipo. Ese aire limpio permitió ver y disfrutar de la vía láctea y de varias constelaciones que un compañero endocrinólogo nos narraba y los demás seguíamos disciplinadamente. Se hizo un pequeño silencio y un susurro se fue clarificando en las notas de Noche de Paz. Dos de nuestros compañeros hacían las voces nobles, mientras los demás susurrábamos la sintonía sin letra en un segundo plano. Al finalizar… se hizo un silencio breve, roto por el sentido de realidad de uno de los compañeros cubanos, “vamos chicos, que se corta la luz”. Así tuvimos noticia que a partir de las 22 horas solo permanecía la luz para el edificio de gobierno y para el hospital, en el resto de la villa se cerraban los generadores con el fin de ahorrar energía. Nos hizo entender la cita con el Ministro de Salud: vendría cuando hubiera luz natural.

Con la luz de dos linternas fuimos recorriendo el camino hasta Rabouni, no íbamos locuaces, más bien el silencio dominaba o algún canturreo bajito de algún villancico, ya no recuerdo los que eran. La verdad es que era igual. Nuestras miradas oscilaban entre el rastro de las linternas y el cielo para ver las estrellas de nuestra particular iluminación de navidad descubierta esta noche en pleno desierto del Sahara.

Una navidad muy diferente, un clima de algo más de 30 grados durante el día, pero por la noche iba bajando hasta los 5-6 grados. Aprendimos a usar el darrah, esa túnica azul de los twareg, durante el día se recoge hasta los hombros y a medida que avanza el día y la temperatura disminuye se va soltando para cubrirnos totalmente y protegernos del frío nocturno.

Ya no recuerdo si llevamos turrones o polvorones o mantecados, seguro que alguna de las compañeras sí que lo hizo. Las emociones que nos esperaban eran superiores al dulzor de los postres navideños y no lo sabíamos. Eran unas navidades de entrega profesional, ese era nuestro regalo y la compañía mutua el envoltorio acompañante. Ya habíamos descubierto nuestra particular iluminación navideña plagada de constelaciones, a lo largo de la vía láctea.

No había cava, pero teníamos ron cubano inmejorable y la salsa, el merengue y las rumbas cubanas ocupaban el tiempo en común, debíamos ensayar para minimizar el ridículo con nuestros compañeros cubanos.

Tampoco teníamos nieve y, en su lugar, nos cubrían destellos amarillentos del reflejo del sol ardiente sobre las aúreas arenas del desierto, un paisaje global y único fuera donde fuere que miraras.

Quizá nos habíamos ablandado, nos pusimos un poquito ñoños. Unos descreídos y racionales profesionales que esperaban algo en estas fechas, tan odiosas con los cuñados, pero tan añoradas en la soledad interior y la distancia.

Una navidad en el desierto del Sahara… a cualquiera que se lo digas construye un verdadero cuento de navidad o bien una navidad en un cuento. No sonaron campanas, ni zambombas, se sustituían por las percusiones del darbuka y el daff y el sonido metálico de los sagats, el rasgueo de los buzuq y las melodías de la zurna y el nay acompañados por el quejido del zaghareet de las mujeres.

Así nos encontramos ante esta peculiar navidad que nos llenaba de sentimientos y sensaciones contradictorias, pero eso… eso será para ser contado en otra ocasión por emde.

Por psoech