Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Era un hermoso día de primavera y el sol se colaba por las rendijas desde hacía bastante rato.
Por Javier Silió

Para Halicia, para Fernan mi hermano

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Era un hermoso día de primavera y el sol se colaba por las rendijas desde hacía bastante rato. Aún entre sueños, miró a su alrededor mientras estiraba cada músculo de su cuerpo a placer y trataba de ponerse en situación. 

Ese allí que ahora veía no era igual que el allí de cuando se había quedado dormido. El paisaje había cambiado, las montañas estaban algo más bajas, aunque reconocibles, la vegetación era netamente distinta, y los dinosaurios de antaño no estaban a la vista. Ni los carnívoros, ni los herbívoros. 

Sí vio, en cambio, unos dinosaurios muy pequeños, como de juguete, réplicas a escala de los monstruos que había conocido, y algunos muy curiosos que andaban a rastras por el suelo, tomaban el sol en las rocas, y sacaban su lengua bífida para olisquear el aire de la media tarde. 

Vio también dinosaurios enanos que surcaban los cielos y que habían cambiado las escamas por plumas, y otros más que recorrían la tierra protegidos por pelos, que igualmente habían dejado atrás las escamas. 


Echó de menos los triceratops de cuello acorazado, y la cordillera de huesos que blindaba la espalda de los estegosaurios y les daba un aire formidable y gracioso, a la vez que los protegía de los dientes de los terópodos, tan eficaces como siniestros con aquella forma de cuchillo aserrado.

Las fauces de los terópodos eran la encarnación misma del miedo para cualquier alma sensible, y sus patas de tres dedos eran las huellas más pavorosas del mundo conocido. Con el asombro feliz de un niño descubrió que esas patas de tres dedos eran las mismas que ahora observaba en los dinosaurios emplumados que cantaban al sol de la tarde. 


Descubrió también que algunos dinosaurios peludos habían perdido buena parte del pelo y andaban erguidos como un ceratosaurio o un tiranosaurio, sólo que sin cola para equilibrarse. Y además tenían los brazos más largos, y los utilizaban para todo tipo de menesteres, sobre todo en las cuevas de ladrillo y de hormigón donde vivían y formaban grandes colonias.
 
No, definitivamente el allí de antes de despertar no era el allí de después. Aún se quedó un tiempo contemplando ese nuevo paisaje, sumido en el asombro y sin ser capaz de pensar apenas más nada. Buscó algo de comer, pues tenía el estómago completamente vacío y el hambre lo estaba llamando a gritos.

Comió todo lo que pudo, hasta saciarse y eructar de satisfacción, y al poco sintió cómo el sopor lo iba calando de nuevo. Así que buscó un lugar seguro y abrigado, lejos de la vista del hormigón armado, y juntó algunas hojas para echarse sobre mullido después de dar varias vueltas sobre sí mismo en su improvisado camastro. 


Enseguida se desvaneció su conciencia, entregada una vez más al placer del letargo, y apenas tuvo tiempo de pensar que al despertar de nuevo, dentro de un tiempo, su sorpresa bien pudiera ser mayor que nunca, quién sabe hasta qué punto, pero al menos todavía seguiría estando allí.

Por psoech