Algo la sobresaltó. Abrió los ojos. La lumbre se había apagado. La manta con la que se tapaba las piernas estaba en el suelo.
La familia estaba alrededor de la lumbre en la que ardían grandes troncos de roble. Había entrado la noche y a través de la ventana veía los copos de nieve revoloteando a capricho del viento, que en unas pocas horas habían cubierto la calle y todo el valle con un manto inmaculado que nadie había pisado.
La oscuridad de dentro se difuminaba por el rojo de los leños de la chimenea.
La niña no quitaba los ojos del exterior. Era Navidad y algo tenía que suceder.
De repente una estrella bajó del cielo y se posó a escasos metros de la ventana, iluminando un círculo de nieve.
Supo que era la señal. Cogió a su hermana de la mano y la apremió a salir corriendo. ¡Vamos, vamos, ha llegado el aguinaldo!
Se pusieron las botas de goma, bufanda, guantes y abrigo y salieron corriendo.
La madre no quiso detenerlas. Sabía, por su propia vida, que la ilusión de la infancia no vuelve nunca.
Sagasta, ¡vete con ellas!, gritó al mastín que holgazaneaba tumbado debajo de la escalera.
La nieve les entraba en las botas pero no reparaban en ello. Tenían prisa por llegar. Sagasta abría camino con su andar pausado, atento a cualquier movimiento. En el completo silencio solo se escuchaban las carrancas que se movían al ritmo de la cabeza del mastín.
Pasaron el puente, donde estaba la única triste bombilla del camino. Desde allí se veía el perfil de la iglesia. A la derecha dos ascuas clavadas sobre ellas. Sabían lo que era pero no tenían miedo.
Entraron en la iglesia. Don Aníbal esperaba la llegada de los niños para darles el aguinaldo. Una naranja, dos mandarinas, cuatro nueces, cuatro higos secos y un puñado de peladillas. Lo cogieron, se lo metieron en los bolsillos, dieron las gracias, le besaron la mano y salieron.
Las ascuas seguían mirando. Sagasta gruñó hacia ellas que respondieron con un sonido semejante.
Lentamente, cogidas de la mano, con la nieve hasta las rodillas hicieron de vuelta los escasos metros que les separaban del calor del hogar.
Algo la sobresaltó. Abrió los ojos. La lumbre se había apagado. La manta con la que se tapaba las piernas estaba en el suelo. No sentía su cuerpo que temblaba de frío. Miró a la calle y vio que la estrella seguía allí iluminando un círculo de nieve. En aquel círculo vio a su madre como la había visto por última vez hace cuarenta años. Le tendía la mano.
Alargó la suya. Sintió que era pequeña y su madre la llevaba de la mano a recoger el aguinaldo. Sintió el jugo de la naranja en su garganta. El dulce de la peladilla en el paladar. Supo que nunca más estaría sola en Navidad. Ya no tuvo frío. Pilar Rodriguez Navidad 2021
Es genial la revista felicidades