No se puede negar que los cambios demográficos han provocado nuevas situaciones que han exigido y exigen una adaptación de la sociedad y de la economía.
Por Juan Antonio Fernández Cordón | noviembre 22, 2021
No pasa semana sin que algún experto exponga en algún periódico, a veces de tanta importancia y difusión como El País, el argumento, repetido hasta la saciedad, pero no por ello menos erróneo, de que la demografía nos obliga, se quiera o no, a recortar las pensiones[1]. Suelen ser economistas que se consideran capacitados para pontificar sobre demografía, a los que conviene recordarles algunos hechos.
Los cambios demográficos se caracterizan por su lentitud y consiguiente extensión temporal, que dificulta aprehenderlos en su globalidad, única perspectiva que los dota de sentido. Venimos de un régimen demográfico antiguo en el que abundaban los nacimientos en buena parte abocados a una muerte temprana, cuando, actualmente nacen pocos niños que, muy mayoritariamente, llegan a la vejez.
En eso se ha tardado en torno a un siglo. Sirva como ejemplo España cuya esperanza de vida era de 34 años en torno a 1900, con un promedio de algo más de cinco hijos por familia, y en 2019 la esperanza de vida alcanza 83,6 años (86,2 en las mujeres), con una fecundidad inferior a 1,5 hijos por mujer. Este proceso, generalmente conocido como transición demográfica y al que algunos llaman, con más propiedad, revolución demográfica, tiene carácter universal, aunque afecta a cada país en un momento y con un ritmo diferentes.
El siglo no es una unidad de tiempo que manejen habitualmente los analistas de nuestra sociedad, más orientados a lo inmediato o al medio plazo, todo medido en meses o pocos años, lo que puede explicar hasta qué punto subestiman los efectos de cambios de esta envergadura. Así, por ignorancia o por interés, la mayoría ha optado por insistir únicamente en los inconvenientes del envejecimiento de la población como argumento para reducir las pensiones de los mayores, mediante diversos mecanismos como el retraso de la edad de jubilación, la limitación de la revalorización de las pensiones o los llamamientos a la equidad generacional. Una ecuación simple -puesto que hay más viejos, cada uno de ellos debe disponer de menos recursos- pero a la vez terrible por injusta y que descansa sobre presupuestos erróneos.
El progresivo envejecimiento demográfico, que se observa en la población española desde que existen datos, sin que hasta ahora haya dificultado ni nuestro sistema productivo ni impedido la creación de un sistema de bienestar social en los ochenta, es un claro e inevitable efecto de la transición demográfica. Pero no es el único, ni siquiera el más importante. Algunos defensores a ultranza de los recortes pretenden convencer con un argumento muchas veces repetido: cuando se inventaron las pensiones (por Bismarck, en 1881), se fijó en 65 años la edad de jubilación. A esa edad, quedaban entonces muy pocos años de vida (9 años en la España de 1900) y las pensiones suponían una carga “razonable”. Hoy, la expectativa de vida a los 65 años se ha más que duplicado (19,5 años en la España de 2019). Argumento-martillo, obvio e incuestionable en apariencia, para deducir que hay que ir retrasando el momento de la jubilación, a medida que aumenta la esperanza de vida. Sin embargo, olvidar cuanto han cambiado las cosas desde los tiempos de Bismarck, no solo la esperanza de vida, conduce a una caricatura de la situación actual y roza el fraude intelectual.
Empecemos por el aprovechamiento del potencial productivo de la población. En los inicios de la transición demográfica, solo un reducido porcentaje de los nacidos llegaba a la edad productiva y muchos morían antes de alcanzar los 65 años. Si añadimos que las mujeres estaban prácticamente ausentes del trabajo remunerado, resulta que cada nacimiento aportaba, en promedio, unos diez años de vida productiva entre los 20 y los 65 años. Desde entonces se han producido dos enormes cambios, muy ligados entre sí. El inicial es la considerable reducción de la mortalidad, que hoy afecta casi exclusivamente a los mayores, con lo que apenas reduce nuestra capacidad productiva. Ha desaparecido la necesidad de traer niños al mundo solo destinados a morir, lo que, como es lógico, ha facilitado la lucha por la igualdad de las mujeres y, entre otros logros, su acceso masivo al mercado de trabajo. Las mujeres, que antes dependían de los ingresos de su cónyuge (hasta el punto de que se hablaba de salario familiar) pasan a ser también productoras y pueden contribuir al soporte de los dependientes. Desgraciadamente, la sociedad no ha resuelto todavía el problema de quién se encarga ahora del trabajo doméstico de las mujeres, pero esa es una cuestión tan importante que nos llevaría demasiado lejos para este limitado trabajo.
En la situación demográfica actual y teniendo en cuenta las tasas de actividad de hombres y mujeres, el potencial productivo de cada nacido (o nacida) está próximo al máximo, o sea que se ha multiplicado por aproximadamente cuatro.. Este salto impresionante de la productividad de nuestro sistema demográfico y social se ha acompañado de un aumento también muy considerable de la productividad del sistema productivo. Pero no es menos cierto que una de las consecuencias de este formidable cambio demográfico es el aumento del número de personas que llegan a los 65 años y que la esperanza de vida a partir de esa edad ha venido aumentando hasta ahora[2]. Sin embargo, a la hora de valorar los efectos del cambio demográfico, ¿es lícito limitarse a las consecuencias negativas de solo una parte de este cambio? ¿Se pretende que solo nos pudiéramos seguir jubilando a los 65 si la esperanza de vida no hubiera variado desde los tiempos de Bismarck? O, más simplemente, ¿se afirma que carecen de importancia los cambios positivos que han acompañado al aumento de la esperanza de vida?
Puesto que se invocan los tiempos de Bismarck es obligado resaltar que los efectos de los cambios producidos desde entonces saltan a la vista. En primer lugar, las personas dependientes eran antes, sobre todo, niños efímeros y mujeres (aunque estas trabajaban en el seno del hogar). Con relación a esas épocas pretéritas, ha aumentado mucho más el número de productores que el de dependientes, formados ahora, casi exclusivamente, por las personas mayores y los parados que genera nuestro deficiente sistema productivo. Están también los niños, menos ahora, que podemos cuidar y formar mejor y así aumentar la productividad del trabajo. Ellos representan, más que un gasto de la dependencia, la principal inversión para la continuidad social en una senda de progreso. El resultado real de los cambios demográficos, sociales y económicos ha sido que la composición de los dependientes ha variado, pero la carga que representan ha disminuido. Actualmente producimos mucho más por persona activa y tenemos a cargo de esos activos un número de dependientes inferior al que teníamos cuando producíamos bastante menos. En un trabajo de 2016, mostraba que el número total de dependientes por persona ocupada se reducirá de aquí a 2050 si, contando con una disminución de la población en edad de trabajar, la tasa de empleo aumenta, del 58% de entonces al 77%, apenas por encima del nivel actual en Alemania o Suecia (75%)[3]. No se trata de hipótesis inverosímiles: el empleo es hoy superior en más de dos millones al proyectado para 2053, en el ejemplo citado.
No se puede negar que los cambios demográficos han provocado nuevas situaciones que han exigido y exigen una adaptación de la sociedad y de la economía. Un aspecto, la disminución del tamaño de las familias, ha facilitado la implantación de un sistema educativo universal y de calidad, para beneficio de todos. Pero la adaptación no siempre ha beneficiado a todos por igual. Por el contrario, la incorporación de las mujeres al trabajo de mercado no se ha acompañado de una socialización de los costes del cuidado, al que estas se dedicaban en exclusiva, lo que lastra la vida de las mujeres en muchos aspectos. Tampoco se ha traducido en una gran mejora permanente del nivel de vida de las familias. La contención salarial, así como el aumento del coste de la vivienda y de los consumos obligados (energía, comunicaciones, transporte) ha conducido a que las nuevas familias necesiten imperativamente dos sueldos para simplemente salir adelante. De manera que, si los efectos positivos de los cambios demográficos han ido, por un lado, al aumento de nuestra capacidad productiva, a través de la decisiva mejora de la educación, por el otro, han servido para aumentar los beneficios del capital, que absorbe una parte creciente del PIB, en detrimento de los trabajadores. Con el recorte de las pensiones (salarios diferidos), se pretende reducir ahora el otro gran componente de la fracción del PIB que va al trabajo. Los intentos, de momento exitosos, de recortar por todos los medios las pensiones públicas deben interpretarse como simple continuación de la ya conseguida depreciación del trabajo. De paso, reducir las pensiones públicas y crear incertidumbre sobre su viabilidad, abre grandes oportunidades de negocio, con la oferta de planes privados destinados a los que puedan costearse la mejora de una insuficiente y poco segura pensión pública. Por todas estas razones, hay que desestimar los argumentos demográficos para debilitar nuestro sistema público de pensiones. Sobran medios para enfrentar los costes de la jubilación, siempre que se consiga alterar la distribución actual de la riqueza, que viene creando cada vez más desigualdades.
Con este espíritu hay que abordar los dos principales problemas que ahora se debaten. En los próximos años, se presentará un número creciente de trabajadores a reclamar su pensión. No son un efecto retardado de un fortuito acontecimiento demográfico, el llamado baby-boom. Son una ola de cotizantes: los que protagonizaron, hace algunas décadas, el salto hacia delante de nuestra economía. Todos han cotizado lo que se les pedía en su momento y la legalidad y la moral amparan su derecho a cobrar según sus expectativas. Pero, algunos expertos consideran que permitirlo entrañaría un gasto inasumible, y lo que consideran inasumible para 2050 es un porcentaje del PIB que algunos países de nuestro entorno inmediato dedican ya hoy a las pensiones. El mal llamado déficit del sistema es atribuible, en buena parte, a la alegría con la que los excedentes de los buenos tiempos fueron dedicados a otros fines[4], aunque esto también contribuyó al crecimiento de la economía. En vez de pretender cargar los costes exclusivamente sobre los jubilados, lo que suponga afrontar esta ola debe ser repartido entre todos, ya sea mediante una contribución especial, los impuestos o incluso deuda pública, porque todos nos hemos beneficiado del crecimiento económico. El segundo problema, es la posibilidad, porque ya no se puede hablar de certeza, de que la esperanza de vida siga aumentando y de que los nuevos pensionistas terminen cobrando durante más años de los que ahora se prevén. ¿Debemos penalizarlos rebajando su pensión u obligándoles a jubilarse más tarde? Una penalización que sería mayor para los que gozan de menor esperanza de vida, que son también los que menos ganan. Sobre todo, en un mundo en el que existe paro y en el que las empresas se niegan a contratar a gente mayor y tienden a desprenderse de ellas en cuanto pueden. Hay que admitir que el único efecto de un retraso de la jubilación, en las circunstancias actuales, es recortar lo que va a cobrar el pensionista. Pero, invocar la mayor longevidad para retrasar el cobro de la pensión puede volverse en contra de los que están empeñados en recortar, puesto que es probable que la esperanza de vida crezca menos de lo que se esperaba o incluso pueda disminuir. De todas maneras, no está escrito en ningún sitio que, porque vivamos más, tengamos que trabajar más. La adaptación a una longevidad creciente, que sería el único ajuste estructural que exige nuestro sistema, no es un problema técnico, sino una cuestión que debe ser resuelta por los mecanismos de la política: ¿queremos retrasar nuestra jubilación o dedicar recursos adicionales al sistema de pensiones? En todo caso, ajustar periódicamente las cotizaciones en función del aumento de la esperanza de vida no supondría un coste inasumible.
En resumen, hay que abandonar la idea de cargar únicamente sobre los pensionistas la parte negativa de los cambios que han permitido una creación de riqueza sin precedente. Ya sabemos, además, que los jubilados no lo permitirán. Sería deseable explorar otras vías, que repartan mejor el aumento del gasto en pensiones y que, además, contribuyan a la reducción de las desigualdades, un cáncer cada vez más extendido, que puede dejarnos sin futuro.
[1] El más reciente que conozco es un artículo publicado el viernes 5 de noviembre 2021 en El País, firmado por Ignacio Conde-Ruiz, con el aparentemente anodino título de “Las pensiones del siglo XXI”, en el que viene a decir que, dado que vivimos más tiempo a partir de 65 años, que cuando se inventaron las pensiones (en 1881) debemos trabajar más tiempo. Así, sin más, como una evidencia que no exige mayores explicaciones.
[2] Aunque existen indicaciones de una ralentización de esta evolución, sin contar con tragedias con efectos puntuales como la pandemia COVID que ha diezmado sobre todo a los más mayores.
[3] Publicado en el blog de Economistas Frente a la Crisis, en diciembre de 2016 (https://economistasfrentealacrisis.com/sobre-dependencia-y-ratios/)
[4] Ver el artículo de Fernando de Miguel “La generación del baby boom sí financió sus pensiones futuras”, publicado en el blog de Economistas Frente a la Crisis, https://economistasfrentealacrisis.com/la-generacion-del-baby-boom-si-financio-sus-pensiones-futuras/