Tribuna de Raquel Sánchez, ministra de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana
Nº 135 4 de febrero de 2022
Si algo representa la vivienda es seguridad y certidumbre. Disponer de ella es esencial para educar a nuestros hijos, para optar a empleos decentes y para disfrutar de buena parte de nuestros derechos constitucionales. Es inimaginable que la dignidad personal y el libre desarrollo de la personalidad pueda ejercerse sin disponer de algo a lo que llamar hogar. Es inconcebible que cuestiones democráticas básicas como la libertad, la intimidad o el acceso a cargos públicos puedan materializarse al margen de un domicilio. Es casi imposible imaginar una ciudadanía plena sin un lugar físico al que remitirse.
Fundamental para la democracia, la vivienda ha sido durante demasiados años su gran asignatura pendiente. Este olvido lo han pagado muchos españoles, que han visto cómo un derecho básico se convertía en su principal preocupación, cuando no en una carga insoportable que les condenaba a la pobreza y a la marginación.
Los socialistas teníamos un compromiso inaplazable con la mayoría social de este país. Un derecho no puede limitarse a ser un bello enunciado o a una aspiración lejana. Un derecho no puede convertirse en un imposible metafísico. Ha de poder ejercerse y los poderes públicos han de garantizarlo. Este es el significado último del proyecto de ley de Vivienda que el Gobierno acaba de aprobar, una conquista para nuestra democracia, el quinto y definitivo pilar de un Estado del Bienestar que estaba incompleto.
Todas las conquistas sociales que hemos impulsado se han enfrentado a las reacciones y a las inercias de una derecha histérica que entiende que cualquier avance recorta sus privilegios. Ocurrió con la ley de interrupción del embarazo, con la del matrimonio igualitario, con la ley de dependencia, con la de violencia de género o con la que regula la eutanasia, que hoy son consustanciales a nuestro sistema democrático. Y está ocurriendo con la futura ley de Vivienda, que ya está en el Parlamento para ser tramitada de urgencia.
Esa derecha es la que ha propiciado, con acciones y omisiones, enriquecimientos ilícitos y una especulación salvaje. Esa derecha es la que, ajena al sufrimiento de miles de familias, ha despreciado la función social de la vivienda y la ha convertido en un bien de lujo. Esa derecha es la que ha malvendido el parque público al mejor postor y la que ha llenado de inseguridad y angustia a sus beneficiarios.
Había que decir basta y lo hemos hecho. Había que controlar un mercado como el inmobiliario que se ha demostrado incapaz de ofrecer soluciones. Había que poner coto a esa pregonada liberalización, que si a alguien ha favorecido ha sido a los grandes grupos económicos mientras castigaba a las personas. Y había que acabar con la especulación, que es algo que ya la Constitución encomienda a los poderes públicos en su Artículo 47. Nadie vio nunca en ello colisión alguna con otro derecho a proteger, como es el de la propiedad. Contener los precios desbocados de algunas zonas de nuestras ciudades no va contra los propietarios sino contra los especuladores.
Estoy orgullosa de esta ley porque es solvente, rigurosa y constitucionalmente irreprochable. Ni ataca la propiedad privada ni invade la competencia autonómica sobre la vivienda, ya que deja en manos de las comunidades aplicar o no los mecanismos que incorpora. Lo que sí hace es delimitar el campo de actuación del Estado para conformar parques públicos de vivienda y fijar patrones para proporcionar casas dignas y asequibles a quienes las necesitan
Pincharán, por tanto, en hueso, los que ya se han revuelto contra ella y amenazan con impugnarla. Y harán lo propio quienes, cegados por su ideología o por turbios intereses, se nieguen a aplicarla, ya que en última instancia será los ciudadanos los que les pasen factura.
Al someter a protección permanente el parque público de vivienda social, al incentivar la vivienda protegida a precio limitado, al facultar a las administraciones a corregir los desequilibrios y abusos del mercado del alquiler y al mejorar la regulación de los desahucios de personas en situaciones de vulnerabilidad, esta ley conecta con la realidad de muchísimos españoles.
Garantizar el derecho a la vivienda es impedir que su acceso sea una condena a la pobreza. Es también allanar el camino a la emancipación de nuestros jóvenes, a los que se ha venido privando de otro derecho inalienable, que es el que tienen a emprender su propio camino en la vida. Es, en definitiva, contribuir al progreso general del país.
Nada ni nadie va a apartar al Gobierno de ese objetivo. La ley saldrá adelante en las Cortes porque defiende el interés general, mejora la calidad de vida de los españoles y trasciende los mezquinos intereses partidistas que algunos se empeñan en manifestar. Es una ley justa en la que nos pondremos de acuerdo. La indignidad volverá a perder otra batalla.