Tribuna de Manuel Escudero, secretario de Política Económica y Empleo de la CEF del PSOE, embajador de España y presidente del Centro de Desarrollo de la OCDE
Para comprender mejor la encrucijada actual en América Latina, no está de más realizar un repaso geopolítico a escala global.
Triunfo y fracaso de la ideología neoliberal
A finales de los años 70 del pasado siglo, el viejo “consenso socialdemócrata” de posguerra fue sustituido, coincidiendo con la caída del Muro de Berlín, por la ideología neoliberal de Reagan y Thatcher, cuyas recetas se basaban en disminuir el papel del Estado, en las privatizaciones, en los mitos de las rebajas fiscales, en la expansión sin barreras del comercio y de las inversiones a escala internacional y global, y en la observación estricta de políticas de recortes y austeridad como elemento indispensable del crecimiento económico sostenible.
En Latinoamérica, el nuevo discurso adquirió su forma más acabada, en el llamado “consenso de Washington”, la fórmula neoliberal que se suponía iba a asegurar la prosperidad a América Latina. Sin embargo, el resultado fue negativo para los países latinoamericanos: algunos fueron capaces de adoptar con éxito estas recetas y vieron la emergencia de clases medias, pero ni resolvieron los problemas sociales de desigualdad en sus sociedades ni consiguieron una estabilidad social debido a la fragilidad de sus clases medias. Por eso, como respuesta, surgieron las propuestas populistas y bolivarianas en América Latina.
Con la crisis financiera global de 2008, y la evidencia de otros procesos globales, como el cambio climático, la digitalización y la pandemia, la situación ha cambiado en el mundo.
Así, se ha puesto en evidencia que el viejo discurso neoliberal ha terminado su recorrido: por un lado, ha ocasionado en los países desarrollados una exuberancia de liquidez que no beneficia a las actividades productivas sino a las financieras. Por otro lado, los axiomas neoliberales respecto al estricto control presupuestario llevaron en 2008 a políticas de austeridad que no solamente no resolvieron la crisis, sino que la prolongaron a costa del crecimiento de la desigualdad de renta y riqueza en los países desarrollados.
Y al tiempo se ha puesto de manifiesto un nuevo triángulo geopolítico: China ha surgido como nuevo competidor por la hegemonía frente a los EEUU. En ese triángulo la Unión Europea debería intentar mantener su autonomía estratégica, no fiándolo todo a sus lazos ideológicos y tecnológicos con los EEUU.
A esto se añaden los nuevos fenómenos que, más que globales, son planetarios en el sentido de que solamente se van a resolver si se resuelven en todos y cada uno de los países, como la pandemia o el cambio climático. En conjunto, desde la crisis financiera de 2008 hasta la evidencia de estos procesos globales, la globalización ha pasado a ser contemplada de un modo crítico, puesto que ha producido perdedores y ganadores.
De resultas del aumento de la desigualdad en los países desarrollados han surgido nuevas opciones populistas de derecha, que se alimentan del descontento de las clases trabajadoras y medias, y que, sin en el plano doméstico hacen un maridaje perfecto con la decadente filosofía neoliberal, intentan actuar a escala internacional con posiciones proteccionistas y en contra del comercio abierto. Estas opciones han recibido un golpe de muerte con el hundimiento de Trump y sus excesos antidemocráticos y golpistas, las dificultades del Brexit y el advenimiento de una nueva narrativa en los EEUU de la mano de Biden.
El nuevo discurso que emerge a escala internacional frente al neoliberalismo
En una relación de causalidad con todos estos nuevos fenómenos, han surgido dos nuevos elementos de importancia. Por un lado, la constatación de que la globalización y los nuevos procesos planetarios -para que aquélla sea beneficiosa para todos y para que éstos puedan ser resueltos-, demandan una nueva arquitectura global, una gobernanza global que hasta este momento no ha existido: necesitamos una nueva versión de la globalización, y esto va a dar sin duda un nuevo ímpetu al multilateralismo.
En paralelo, junto al agotamiento de las fórmulas neoliberales está surgiendo un nuevo discurso a escala internacional, que está llegando a ser suscrito incluso por las instituciones internacionales, como el FMI y sobre todo la OCDE. Se trata de una nueva concepción del crecimiento económico que se basa en:
- Integrar dentro del mismo la lucha contra las desigualdades de renta y riqueza, así como la lucha contra el cambio climático y la defensa de la biodiversidad, y finalmente una transición justa hacia la economía digital
- El comercio abierto y con reglas para asegurar un campo de juego justo para todos y, al mismo tiempo, un planteamiento mucho más cualificado de los acuerdos de comercio e inversiones que incluya la noción de ganadores y perdedores y limite el poder de los grandes consorcios financieros
- La noción de nuevo bienes públicos globales, como el clima, las vacunas frente a las pandemias o la acción global para una fiscalidad más justa de las grandes empresas multinacionales.
¿Cómo queda en este nuevo escenario América Latina?
Mi opinión es que América Latina queda en una situación crítica. La pandemia ha hecho ver con más evidencia que cualquier otro acontecimiento la fragilidad de los países Latinoamericanos. El resultado incuestionable ha sido la incapacidad para salvar vidas y proteger al mismo tiempo las actividades productivas.
La evidencia es que, después de estar asomada durante casi un siglo a una modernidad socialmente justa y económicamente eficiente, Latinoamérica no se ha transformado, sigue estancada y no tiene resiliencia ni económica ni social.
El número de muertes en México o en Perú, el retroceso económico y social en Argentina o Venezuela, las revueltas sociales en Chile o en Colombia, son la prueba del algodón de que Latinoamérica se enfrenta ahora al nuevo panorama global y al nuevo discurso económico en una situación de inferioridad, atrapada entre unas derechas que no querido históricamente redistribuir la riqueza y una izquierda inerme ante el populismo bolivariano.
Los tres grandes males en América Latina son:
- La economía informal, que abarca prácticamente la mitad de la población trabajadora y de las actividades económicas, lo que implica desde el punto de vista social el estrechamiento de las bases fiscales, la falta de protección frente al desempleo y los débiles mecanismos para la protección social, el enquistamiento de la pobreza y de los trabajadores pobres. Y también implica desde el punto de vista económico, una merma importante de competitividad y un obstáculo enorme a la diferenciación productiva y, en consecuencia a la capacidad de competir internacionalmente. En América Latina, como media, más del 50% de la población trabajadora opera en la economía informal. Y si esto es así es porque esa población no encuentra incentivos suficientes ni oportunidades para abandonarla.
- Los reducidos ingresos fiscales que no permiten ni la existencia de servicios universales de sanidad, educación y servicios sociales, ni posibilita la función redistribuidora del Estado o el apoyo a políticas de fomento de la diversificación productiva, la innovación o el progreso tecnológico.
La media de recaudación de ingresos públicos se sitúa en América Latina en el 22% del PIB. La desprotección a la que se ha sometido a la población a la hora de intentar frenar la pandemia mediante estrategias de confinamiento ha sido tan difícil como ineficaz, con un resultado de una mortalidad muy elevada y un aumento de la precariedad y de la pobreza que también ha afectado a las frágiles clases medias.
- La falta de institucionalidad, por la que aún hoy los Estados no son instrumentos neutrales que proveen de bienes de acceso universal a toda la población, sino aparatos de poder en manos de una élite gobernante.
Todo ello lleva a un diagnóstico que creo hay que comenzar a plantear abiertamente en América Latina: en la mayoría de los países latinoamericanos no se ha establecido nunca un contrato social fundacional por el que se garanticen de modo universal, a todos los ciudadanos, unos derechos básicos como la sanidad, la educación, la protección social o los servicios sociales y por el que, a cambio, se establezca un sistema fiscal progresivo por el que paguen más impuestos los que más ganan en la economía de mercado.
Este contrato social exigiría un Estado neutral, que no se dedique como fin principal a las actividades productivas, sino a proveer de modo neutral y a todos los que tienen derecho, de unos bienes básicos universales.
Y todo ello exige, por último un funcionamiento democrático, donde la dirección del país recae en los más votados pero donde existe también la rendición de cuentas y el respeto a las minorías.
Fracasado históricamente el planteamiento de las derechas en el continente y con la evidencia de que el populismo bolivariano conduce al estancamiento, toca ahora el turno a una izquierda socialdemócrata que impulse este programa básico. Sin este nuevo actor cogiendo ahora el testigo en los países latinoamericanos, el progreso tanto en el terreno social como económico no es posible.
Por supuesto, esta posición es perfectamente complementaria al discurso económico que se ha señalado más arriba y cuyos elementos principales son: la integración en el crecimiento económico de la lucha contra las desigualdades y la lucha contra el cambio climático, así como la apuesta por las transiciones ecológica y digital; la noción de una nueva versión de la globalización en la que los tratados comerciales y de inversiones tienen en cuenta a los ganadores y perdedores y donde se erradican los sistemas de arbitraje privados; y finalmente la apuesta por el multilateralismo y la defensa de una gobernanza global que permita la existencia de bienes públicos globales.
La suma de un programa básico como el planteado y del nuevo discurso internacional de lucha contra las nuevas desigualdades, el cambio climático y una digitalización justa configura como resultado lo que se podría definir como nueva socialdemocracia para América Latina. Tardará más o menos en materializarse pero, en el paisaje post-Covid, es la alternativa que queda al continente para abrazar la modernidad social y económica. Y es el camino que, es de esperar, comience a ver la luz tanto en los trabajos constituyentes en Chile como en las elecciones de 2022 en Brasil…