Tras apagarse las luces de la Conferencia de las Partes del Convenio de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (la COP26), se suceden los análisis sobre sus resultados. 

Por Cristina Narbona | El Obrero | lunes, 29 de noviembre de 2021

Tras apagarse las luces de la Conferencia de las Partes del Convenio de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (la COP26), se suceden los análisis sobre sus resultados. La sensación dominante es la de la frustración por la lentitud del avance en la adopción de las medidas necesarias para combatir un proceso que, como resulta evidente, se está acelerando y que afecta ya a todos los países del mundo, y muy en particular a los ciudadanos más vulnerables… Mi opinión es que las conclusiones de la COP26 van en la dirección correcta pero son insuficientes, y que corresponde ahora a todos los gobiernos (y a todos los ciudadanos, en especial a las empresas) desarrollar y reforzar los compromisos alcanzados.

Las conclusiones de la COP26 van en la dirección correcta pero son insuficientes, y corresponde ahora a todos los gobiernos (y a todos los ciudadanos, en especial a las empresas) desarrollar y reforzar los compromisos alcanzados 

Recordemos que, en el ámbito de Naciones Unidas, los acuerdos sólo se adoptan si existe unanimidad: un método que ineludiblemente resulta muy complejo, dadas las grandes diferencias entre las capacidades y los intereses de los más de 190 países que conforman la comunidad internacional. Además –a diferencia de lo que sucede con los acuerdos en la Organización Mundial del Comercio (OMC), por ejemplo–, el incumplimiento de los acuerdos relativos a la lucha contra el cambio climático no comportan sanciones económicas. Por eso, es determinante la creciente concienciación de la ciudadanía, cada vez más crítica y más exigente respecto de lo que consideran medidas gubernamentales demasiado alejadas de las imprescindibles… y también cada vez más crítica contra los intentos de ‘blanqueo’ de la insostenibilidad social y ambiental de muchas empresas y de muchos gobiernos que pretenden mejorar su imagen asumiendo compromisos que luego no se cubren, o que pretenden hacer compatibles con prácticas claramente insostenibles.

Pero creo que es útil poner las cosas en perspectiva. Hasta hace muy pocos años, existía aún un cierto cuestionamiento social del diagnóstico sobre la existencia y sobre las causas del cambio climático, a pesar de que la inmensa mayoría de los científicos ha venido alertando, de forma cada vez más preocupante, a propósito de la emergencia climática; y a pesar, también, de la creciente consolidación de las energías que no emiten gases de efecto invernadero (GEI), y que garantizan la viabilidad de un mundo donde se abandonen las energías fósiles y la energía nuclear. Es cierto, por otro lado, que la comunidad internacional ha ido avanzando –sin duda más despacio de lo deseable– hacia compromisos asumidos por un número cada vez mayor de gobiernos, incluyendo además cuestiones que hasta ahora no aparecían en las conclusiones de las COP. Por ejemplo, en Glasgow se ha consolidado un objetivo más ambicioso que el del vigente Acuerdo de París, exigiendo que se tomen las medidas necesarias para que no se supere en más de 1,5 grados la temperatura media del planeta –comparada con la correspondiente al período preindustrial–, en lugar del incremento de dos grados acordado en París en 2015. Ello obliga a revisar anualmente –y no cada cinco años, como hasta ahora estaba previsto– el cumplimiento y el impacto de las de medidas de descarbonización.

Asimismo, en Glasgow se ha avanzado –gracias al liderazgo de nuestra vicepresidenta Teresa Ribera– en los compromisos de los países más desarrollados para ayudar a los países más pobres a su adaptación a los efectos del cambio climático, en particular estableciendo criterios para un mejor conocimiento de tales efectos y de las necesidades a abordar.

Y hemos asistido, en los márgenes de la cumbre, a la formación de alianzas sobre cuestiones cruciales: entre ellas, el freno a la deforestación –con un compromiso por parte de Brasil que será imprescindible vigilar, en particular por parte de la Unión Europea en el contexto de las exigencias ambientales del acuerdo con Mercosur–; y la reducción en un 30% del metano, asumida por cien países, entre ellos Estados Unidos y la Unión Europea, que suman el 70% de las emisiones de este GEI. Tanto la deforestación como las emisiones de metano son en buena medida causadas por un modelo agroalimentario asociado a una dieta con excesiva ingesta de proteína animal: y cada vez hay más conciencia de la huella ecológica y de los efectos sobre la salud de dicha dieta. Para quienes quieran profundizar en la relación entre el modelo alimentario, la desigualdad social y el cambio climático, recomiendo la lectura del recién editado libro de Kattya Cascante ‘Obesidad y malnutrición’ (Ed. Catarata). En síntesis, hay que entender las cumbres de Naciones Unidas como hitos de un imperfecto multilateralismo que establece reglas generales para la gobernanza global: pero los directamente responsables del cumplimiento de esas normas somos, como dice la vicepresidenta Ribera, “todos los gobiernos y todos los Consejos de Administración” …a quienes los ciudadanos otorgamos nuestro apoyo como votantes o como consumidores. O sea, Glasgow somos todos.

CRISTINA NARBONA

Presidenta del PSOE, partido del que es miembro desde 1993. Vicepresidenta Primera del Senado. Doctora en Economía por la Universidad de Roma, ha sido, entre otros cargos, secretaria de Estado de Medio Ambiente y Vivienda (1993-1996) y ministra de Medio Ambiente (2004-2008), así como embajadora de España ante la OCDE (2008-2011). Desde enero de 2013, y hasta su elección como presidenta del PSOE, ha sido consejera del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN). Es miembro del Global Sustainability Panel del secretario general de Naciones Unidas (2010-2012), de la Global Ocean Commision y de la Red española de Desarrollo Sostenible. También forma parte del colectivo Economistas frente a la Crisis.

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