Dado que lo que se protege es el derecho a votar del parlamentario individual, y no a hacerlo en el sentido que le ordena su partido, no ha existido violación del derecho del diputado Casero

Por Javier Ruipérez Alamillo* | https://www.icacor.es/ FonteLimpia Nº 54 | jueves, 10 d marzo de 2022

De todos es bien conocido que, desde hace tiempo, nuestros prácticos de la política, de manera casi unánime, vienen reivindicando la constitucionalización del acceso a internet como un derecho fundamental. No hace al caso, obviamente, que nos entretengamos a interrogarnos sobre el motivo que determina que estando todos —o casi todos— de acuerdo en la conveniencia y la necesidad de esa positivización del derecho al acceso a internet en el más alto nivel normativo del Estado, no haya habido todavía el acuerdo entre ellos para poner en marcha el proceso de enmienda constitucional, y materializar, de esta suerte, en el ámbito normativo su reivindicación.

Sí parece oportuno indicar que, en mi opinión, esta circunstancia se debe a la proverbial falta de comprensión que ha existido en España de la reforma constitucional como lo que realmente es. Recuérdese que, a lo largo de nuestra historia constitucional, lo que ocurrió es que no se comprendió que la revisión constitucional es una actividad normativa limitada. Desde el punto de vista formal, es necesario que la misma se realice con observancia de los requerimientos y formalidades establecidas previamente por el legislador constituyente para tal fin —que es a lo que, en rigor, se refirió el TC cuando afirmó que la revisión constitucional siempre ha de hacerse como reforma expresa (DTC 1/1992, FJ 4. º)—, y desde el punto de vista material ha de verificarse dentro de la Constitución y con respeto a la voluntad soberana del poder constituyente. Cada vez que se abría —o simplemente se proponía— el proceso de reforma constitucional, se hacía no para operar un “cambio en la Constitución”, sino, por el contrario, para llevar a cabo un “cambio de Constitución”. Erróneo entendimiento este que se ha visto incrementado en la actualidad como consecuencia de que no faltan en nuestra Universidad constitucionalistas adscritos al positivismo jurídico formalista y jurisprudencial que, negando —en contra de lo establecido por el TC— que el Estado Constitucional tiene uno de sus elementos centrales, medulares, nucleares, basilares y esenciales en la distinción entre el poder constituyente y los poderes constituidos —ordinarios y extraordinarios—, y en que esta se mantenga a lo largo de toda la vida del Estado Constitucional (cfr. STC 76/1983, FJ 4. º), así como el principio que fue ya consagrado en la Convención de Filadelfia, no dudan en atribuir la validez, licitud y legitimidad a cualquier operación normativa que, respetando el principio de legalidad, tengan por objeto la destrucción de la Constitución o la verificación de una actuación revolucionaria.

Lo que nos interesa es que la reivindicación de la constitucionalización del libre acceso a internet se ha hecho desde la consideración de que, por el propio desarrollo de la sociedad y la tecnología, este ha de ser considerado tanto como un derecho fundamental social —el acceso a la cultura por parte de los ciudadanos—, como un derecho fundamental de los clásicos, y más concretamente como un derecho político — permitir la participación de los ciudadanos en el proceso de toma de decisiones políticas fundamentales, ya sea en el debate, en la elección de los órganos deliberantes y decisorios o en la aprobación de las normas jurídicas—. Respecto de ambas, he mostrado públicamente alguna reticencia, y por motivos técnicos.

La utilización de medios telemáticos para el proceso de elaboración, discusión y aprobación de las normas jurídicas ha adquirido una gran transcendencia como consecuencia de la pandemia

No voy a extenderme aquí, siquiera sea por razones de espacio, en la exposición de esos recelos en cuanto a la consideración del uso de internet como mecanismo de acceso a la cultura. Lo que, por lo demás, no tiene una especial relevancia y transcendencia para el problema que nos ocupa.

La misma razón de espacio nos impide realizar una explicación prolija sobre los peligros que, a mi entender, sigue planteando la falta de seguridad en la red para dar cumplida respuesta a la demanda del acceso a internet como mecanismo para la participación política. Aunque, sin embargo, y por su conexión directa con el objeto de estudio propuesto por la dirección de la revista, parece oportuno que indiquemos que, desde mi particular punto de vista, estos son, de manera fundamental, tres.

El primero de ellos se refiere a la dimensión que tiene en el debate político. De todos es conocido que, favorecido —y en muy buena medida— por el anonimato, el debate de los ciudadanos en internet, limitado a mensajes de 140 caracteres, no suele versar sobre ideas y proyectos. Por el contrario, acostumbra a ser un intercambio de insultos y descalificaciones hacia los prácticos de la política o los interlocutores. Ello viene, y de modo lamentable, a eliminar ese elemento lógico y racional del régimen democrático que, aunque negado por Constant, se encuentra ya claramente afirmado en la obra de los Spinoza, Rousseau y Kant. Elemento este que, inevitablemente, se verá sustituido por la filosofía irracionalista de los Schopenhauer, Nietzsche y Bergson, y por la de la decadencia de Spengler, que había sido trasladada al campo del Estado, el Derecho y la política por el anarcosindicalista Sorel. Y no puede olvidarse el decisivo papel que jugó esta sustitución en el ascenso de las fuerzas del totalitarismo en la Europa del período de entreguerras.

El segundo de los motivos de mis reticencias se encuentra en la propia realidad, desde donde las “redes” se presentan como un factor contaminante del debate político y electoral. Todos recordaremos, sin duda, cómo han existido campañas de internet que han pretendido alterar el normal desarrollo del proceso electoral estadounidense, francés o mexicano, tratando de influir en el votante con operaciones de descalificación a alguno de los candidatos, lo que hace innecesario más comentarios. Por último, ocurre que el sistema todavía no ofrece suficiente seguridad para garantizar el sentido del voto emitido por el elector. Nada impide hoy a los hackers que puedan actuar cambiando el voto emitido electrónicamente por el ciudadano, y hasta que el mismo llega a la Adminis – tración electoral.

S e a de ello lo que sea, lo que está claro es que la utilización de medios telemáticos para el proceso de elaboración, discusión y, en su caso, aprobación de las normas jurídicas —y descartando, por el propio sistema de garantía del sistema, la posibilidad del hackeo—, ha adquirido una gran transcendencia como consecuencia de la pandemia. Y no sólo en aquellos momentos en los que, por el estado de alarma, las Cortes Generales no podían celebrar las sesiones más que de manera telemática, y emitiendo el voto de forma electrónica. También sucede cuando, por culpa de la pandemia, no todos los diputados y senadores pueden asistir físicamente a la sesión como consecuencia de la limitación del aforo.

El diputado del PP ya había ejercido su derecho a votar en los términos sancionados en el artículo 82. 2 del RCD

Es en este segundo escenario donde se ha producido el problema que aquí nos ocupa, con motivo de la votación de convalidación del RDL 32/2021, de medidas urgentes para la reforma laboral. De una manera mucho más precisa, y dejando al margen el conflicto generado en las filas de UPN por lo hecho por dos de sus diputados, el generado por el error en el voto telemático del diputado del PP Casero durante la votación en el Congreso de la reforma laboral. Polémica que plantea una serie de interrogantes, y a los que trataremos de dar respuesta. No hace falta extenderse demasiado en el relato del supuesto de hecho. Bastará con señalar que el señor Casero emitió su voto telemático en el contexto de lo que se corresponde al Parteienstaat, en el que una de las características fundamentales es que —como dijo Smend— las cámaras legislativas se han convertido, de una u otra suerte, en el escenario en el que se formalizan los acuerdos previamente adoptados en los comités ejecutivos de las distintas organizaciones partidistas. Estos, sin embargo, siguen siendo el instrumento fundamental para permitir la participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones políticas fundamentales, sobre todo cuando se hace real y efectiva la exigencia, constitucionalizada en España al aceptarse una enmienda de Tierno Galván, de que su estructura interna y funcionamiento han de ser democráticos. Al comprobar que el sentido de su voto había sido distinto al que había decidido la dirección del grupo parlamentario al que se encuentra adscrito, el señor Casero se personó en el Congreso, con la pretensión de entrar en el Hemiciclo a emitir su voto de manera presencial. Pretensión que intentó justificar, en primera instancia, alegando un fallo del sistema informático que, según él, le había impedido emitir su voto con el sentido que él deseaba darle. En segundo lugar, y después de que los servicios informáticos de la Cámara certificasen que no existió tal fallo, el diputado solicitó que se le permitiera entrar y ejercer su voto de manera presencial, porque había cometido un error al emitir su voto.

La actuación de la presidenta del Congreso no solo resulta correcta, sino también inatacable

Más allá del hecho de que el alegado error se debe a su propio comportamiento, y no al sistema de votación —que es ciertamente garantista—, lo primero que ha de advertirse es que la pretensión misma se presenta como algo jurídicamente insostenible. Y ello, desde un doble orden de consideraciones. En primer lugar, nos encontramos con que la petición de Casero no podía ser atendida por cuanto que, de acuerdo con el artículo 80 del RCD, una vez iniciada la votación “la presidencia no concederá el uso de la palabra y ningún diputado podrá entrar en el salón ni abandonarlo”. Pero, además, y en segundo término, nos encontramos con que el diputado del PP ya había ejercido su derecho a votar en los términos sancionados en el artículo 82. 2 del RCD.

Siendo así, obvio resulta que, a pesar de que no ha faltado quien haya afirmado lo contrario, no existe argumento jurídico alguno que sirviera para fundamentar la improcedente solicitud del señor Casero y del grupo parlamentario del PP. No la hay para la relativa a la solicitud de personarse en el Hemiciclo una vez iniciada la votación para la convalidación del RDL 32/2021. Como tampoco la hay para que, una vez que su voto había sido emitido y verificado, se le permitiese volver a votar

Mucho menos lo hay, conviene advertirlo, para aceptar las solicitudes de que o bien fuese anulado el voto del diputado por un error que solo a él es imputable, —recuérdese que antes de transmitir el voto, el sistema exige una doble verificación—, o bien se repitiese la votación. Lo que, en definitiva, se explica por cuanto que estas hipótesis no se encuentran previstas por el Derecho positivo, en este caso el Reglamento de la Cámara. Y no debe olvidarse que fue la gran conquista del constitucionalismo la de que, por estar este edificado sobre el principio de que, en él, toda actividad ha de realizarse como una actividad jurídicamente limitada por la Constitución y el Derecho, mientras el gobernado puede hacer todo aquello que el Derecho no le prohíbe expresamente, el gobernante puede hacer, única y exclusivamente, aquello que el Derecho le permite, y en el estricto marco de las atribuciones que por este le fueron atribuidas.

La actuación de la presidenta del Congreso, —que ha sido ratificada por los letrados de la Cámara, por cuanto que el voto fue “válidamente emitido y produce plenos efectos”—, resulta, desde esta perspectiva, no sólo correcta, sino también inatacable. Ocurre, no obstante, que, desde el grupo parlamentario del PP, su decisión no fue bien recibida. Lejos de aceptar que el resultado de la votación se debe a un error de uno de sus diputados, comenzaron a afirmar que, al dar por convalidado el RDL 32/2021 de esta manera, se había producido una alteración de la voluntad nacional.

El presidente nacional del PP llegó a hablar, incluso, de fraude democrático y de atropello a las instituciones Y, en mi opinión, no se necesita ser en exceso sagaz y perspicaz para llegar a comprender que estas palabras denotan —aunque, con toda probabilidad, de manera inconsciente— esa grandísima irresponsabilidad con la que suelen actuar los actuales prácticos de la política españoles. Lo son porque, de una suerte u otra, no hacen más que servir para resucitar ante los ciudadanos españoles el discurso antipartido propio del período de entreguerras, que conducía al discurso de “no nos representan” del que, con tanto éxito, se habían aprovechado Hitler y Mussolini, y al que, por influencia de Herrera Oria, habían apelado en la España de 1933 la CEDA y Lerroux. Esto comporta una clara deslegitimación del sistema que puede valer para autorizar a los partidarios de la autocracia a defender la idea de la necesidad de otorgar el poder absoluto a ese “cirujano de hierro” del que hablaba el prefascista Costa.

De cualquier manera, y partiendo de las anteriores premisas, se ha hablado, tanto por parte del PP como de Casero, de la posibilidad de interponer un recurso de amparo. Lo que plantea los dos últimos interrogantes sobre los que hemos sido invitados a reflexionar. A saber: ¿Quién puede interponer el anunciado recurso de amparo? y ¿resultaría pertinente su interposición?

La primera de las cuestiones hace referencia al problema de la legitimación para poner en marcha los procesos constitucionales. Y, en este sentido, nos encontramos con que nadie discute, ni podría hacerlo: que, ex artículo 162. 1. a) CE1978 y el 32 LOTC, el grupo parlamentario del PP goza de plena y absoluta legitimación para interponer un recurso de inconstitucionalidad. Cabría, incluso, —y haciendo total abstracción del caso concreto que nos ocupa—, considerarse que esto es una práctica saludable y, ciertamente, beneficiosa para el desarrollo, profundización y consolidación del régimen de democracia constitucional. Sobre todo, si el recurso se interpone no desde la comprensión —puesta en marcha en España por el presidente Alcalá-Zamora— del TC como una suerte de tercera cámara parlamentaria, en la que las minorías podrían ganar lo que perdieron en las Cortes, sino como el correcto ejercicio de la obligación que corresponde a los partidos minoritarios de defender la Constitución acudiendo al órgano que no sólo es el encargado de la salvaguarda de la voluntad soberana del poder constituyente del pueblo, sino que, además, y como puso de manifiesto su primer presidente, encuentra en la “defensa de la Constitución, de la totalidad de la Constitución, y no sólo de una de sus partes, (…) su única razón de ser y de existir”.

Pero, ¿podría el grupo parlamentario del PP interponer un recurso de amparo en el supuesto que nos ocupa? Quienes lo afirman, con toda probabilidad, lo hacen desde la consideración de que, en la dinámica de la vida parlamentaria, el mandato representativo —convertido desde hace tiempo en una mera pieza de museo que hace mucho que forma parte de la arqueología constitucional—, ha sido sustituido por el mandato de partido. Los verdaderos protagonistas de la vida parlamentaria son los partidos políticos. Hasta tal punto, que Kelsen, con cierta ironía, llegó a afirmar que bien podría permitirse que los grupos parlamentarios pudiesen enviar a las sesiones a un solo diputado que, como era dado hacer en Bundesrat guillermino, emitiese el voto por todos sus miembros. Entendimiento este que, acaso, pudiera dar como resultado la consideración de que, si no de iure, sí de facto, el titular del derecho a voto en las sesiones del Parlamento es el grupo parlamentario. De ello, en definitiva, se pretenderá justificar la posibilidad de que sea el grupo parlamentario del PP quien pueda interponer el recurso de amparo, ya que, al no permitir la nueva votación de Casero, la presidenta ha vulnerado su derecho a fijar el sentido de su voto.

Sin embargo, esa argumentación no resulta correcta, por la simple y sencilla razón de que la Constitución Española de 1978 consagra el sistema de la representación política liberal. En virtud de este, y ya desde su teorización por Sieyès, se establece la ficción de que, por un lado, el representante parlamentario lo es de toda la nación o de todo el pueblo —lo que comporta la imposibilidad de ser revocados por los electores mientras dure la legislatura— y, por otro, —y obviando el dato de que lo que en realidad sucede es que los parlamentarios no expresan y representan, como sí defendieron Bluntschli y Klüber, la voluntad de la nación, sino que lo que hacen es crear esta voluntad nacional—, que el parlamentario actúa bajo su exclusivo criterio y responsabilidad, pero afirmándose que conoce, en todo momento, y actúa fielmente la voluntad de todos los ciudadanos de la nación. Sistema de representación que, en todo caso, encuentra una de sus más palmarias notas definitorias en el hecho de que, como dejó bien claro el supremo custodio constitucional (STC 5/1983, F. J. 4. º; STC 10/1983, F. J. 2. º y 3. º), el escaño pertenece al parlamentario individual, y no a la organización partidista en cuyas listas fue elegido. De donde, a la postre, se deduce que sólo podría considerarse legitimado para interponer el recurso de amparo, y en cuanto que titular de un interés legítimo, a Casero.

Ahora bien, debemos determinar —enlazando ya con el segundo de los interrogantes— si, realmente, tal amparo podría ser concedido. Y, para nosotros, la respuesta ha de ser, inevitablemente, negativa. La razón es fácilmente comprensible. El amparo, concebido desde premisas predemocráticas, se presenta como un recurso jurisdiccional que tiene el ciudadano para reaccionar ante la vulneración de sus derechos por parte del poder público. Pero, ¿puede entenderse, en rigor, que Casero ha visto vulnerado su derecho por parte de la presidenta del Congreso al no permitir que votase de manera presencial y en un sentido distinto al original voto telemático? Evidente ha de ser que, dado que lo que se protege es el derecho a votar del parlamentario individual, y no el derecho a hacerlo en el sentido que le ordena su partido, no ha existido violación del derecho del diputado. De esta suerte, su recurso podría ser no admitido —mediante auto—, o desechado —mediante sentencia—.

Solo podría considerarse legitimado para interponer
el recurso de amparo, en cuanto que titular de un
interés legítimo, a Casero

Resulta necesario realizar una última reflexión. Es una afirmación prácticamente unánime en la doctrina la de que, para que la jurisdicción constitucional sea admisible en el marco de la democracia representativa, es menester que el juez constitucional actúe desde del principio de la juditial self-restraint. Pues bien, también es necesario que los operadores políticos del Estado actúen desde el principio de la autocontención. Esto es, que deben evitar desarrollar políticas irreflexivas e imprudentes que puedan hacer caer en el descrédito a los órganos del Estado, y, a la larga, provoquen una más que sobresaliente merma de la fuerza normativa de la Constitución. Tanto más cuanto que, como escribió el Maestro Pedro De Vega, la democracia constitucional es “el único régimen éticamente defendible, políticamente coherente y científicamente explicable”.

*Javier Ruipérez Alamillo es catedrático de Derecho Constitucional de la UDC. y presidente de la Comisión

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