En estos días estamos asistiendo a una inequívoca escalada en el activismo ultraderechista, que se…
Por Rafael Simancas
En estos días estamos asistiendo a una inequívoca escalada en el activismo ultraderechista, que se manifiesta tanto en las instituciones democráticas como en la propia sociedad española.
El propósito evidente de este crescendo extremista es el de manifestar un falso deterioro del régimen democrático, así como una quiebra de la convivencia cívica en las calles, a fin de justificar sus “soluciones” autoritarias.
La historia nos muestra estrategias semejantes en la España y en la Europa de los años treinta en el terrible siglo XX. Aquellas triunfaron. Estas no lo van a lograr.
Desde el comienzo de la presente legislatura, la extrema derecha española se negó a aceptar el resultado de las elecciones democráticas. Tachó al gobierno de ilegítimo y criminal, justificando así las acciones destinadas a tumbarlo.
Quizás frustrados por el estancamiento en las encuestas, tras la vuelta del verano han intensificado sus provocaciones antidemocráticas.
Han insultado en la mismísima sede de la soberanía popular a la diputada socialista Laura Berja cuando defendía en tribuna los derechos de las mujeres españolas. Seguidamente, la dirección ultra desafió la autoridad democrática en el Congreso negándose a cumplir sus medidas disciplinarias, con ostentación pública además.
El líder ultra Abascal ha dado un paso significativo en sus bravuconadas. Ya no amenaza con cárcel a sus adversarios. Ahora reclama “bofetadas” para los políticos que no son de su cuerda, y “patadas” para quienes contravienen la ley ocupando viviendas.
Han pasado de no admitir a periodistas libres en sus ruedas de prensa a tratar de intimidarles con gritos y aspavientos en los pasillos del Parlamento. Denuncian que los periodistas hacen “preguntas ideológicas”, como si tal apellido respondiera a la comisión de algún tipo de delito.
“Fuera maricas de nuestras calles” y “Fuera sidosos de nuestros barrios” fueron algunas de las consignas que los ultras recitaron en las calles de Madrid, justamente en las calles y barrios donde los colectivos LGTBI suelen promover sus actividades a favor del respeto a la diversidad.
Mientras tanto, intensifican sus campañas contra los niños inmigrantes no acompañados, vinculándolos con carácter general y sin fundamento alguno con todos los males de la sociedad, desde la inseguridad al desempleo. Señalar hoy a los inmigrantes pobres como los culpables de los problemas sociales se asemeja mucho al señalamiento nazi hacia el pueblo judío.
Tras fomentar el negacionismo ignorante y cómplice respecto a la violencia de género y al cambio climático, ahora coquetean también con el negacionismo relativo a la efectividad de las vacunas. Y ya conocemos las consecuencias dramáticas que estos mensajes están ocasionando en otras sociedades.
Buscan el deterioro institucional y la quiebra de la convivencia, para lanzar su anzuelo autoritario en el caladero del miedo y la inseguridad.
En Alemania y en Francia, las derechas les denuncian y se niegan a pactar con ellos. Aquí, el PP les ofrece blanqueo e influencia.
Es un error. Ojalá solo tengan que pagarlo ellos.