En este siglo, la extrema derecha ha llegado al poder invocando la democracia y la defensa de la constitución y la libertad.
Adolfo Piñedo Simal | Para la libertad
El asalto al Congreso, al Tribunal Supremo y a la Presidencia de Brasil se producen dos años después del asalto al Capitolio de los EE UU. Son dos hechos de extraordinaria importancia, de resonancia mundial, de los que cabe aprender algo sobre la extrema derecha del siglo XXI y, sobre todo, nos muestran de dónde vienen los peligros para la democracia en este siglo.
Soy de los que piensan que la gran crisis financiera global que comenzó en 2008 ha puesto en cuestión el sistema capitalista y, más en concreto, supone el final de su etapa neoliberal. Es palmario que la ideología neoliberal dominante durante décadas ha quedado desacreditada. Desde el punto de vista social una gran parte de la sociedad ha visto frustradas sus expectativas de progreso continuado. En contraste con el retroceso de un estrato social y el estancamiento de otro aún mayor se ha producido una fabulosa acumulación de riqueza en manos de un pequeño grupo situado en el ápice de la pirámide social, incrementando la frustración y el resentimiento social.
En la frustración está la base de la extrema derecha moderna. La respuesta que da a la crisis consiste en promover un nacionalismo reaccionario, basado en los valores tradicionales (muchas veces definidos por las iglesias más extremistas) pero, sobre todo, basado en el odio a la izquierda y más en general a la progresía. Un nacionalismo reduccionista que sólo reconoce como verdaderos compatriotas a los blancos y no a las minorías raciales, a los nacidos en el país y no a los inmigrantes, a los varones heterosexuales y no a las mujeres o a los LGTBI. Un nacionalismo opuesto a la globalización. Un nacionalismo populista, que denuncia a las “élites” sean estas políticas, económicas o culturales, pero que cuando alcanza el poder gobierna en beneficio de las grandes corporaciones. Un nacionalismo negacionista del cambio climático que critica como un invento de la progresía.
En este siglo, la extrema derecha ha llegado al poder invocando la democracia y la defensa de la constitución y la libertad. Pero la primera lección que nos da Brasil y también EE UU, es que esas jaculatorias son falsas. El primer precepto de la democracia es que el perdedor de las elecciones reconoce el resultado de las mismas y no intenta impedir que el vencedor ocupe el poder.
En Brasil, Bolsonaro no ha reconocido el resultado de las elecciones extendiendo la especie de las elecciones han sido amañadas, sin aportar prueba ninguna de ello. Y, lo que es más importante, sus partidarios se han manifestado delante de los cuarteles pidiendo la intervención del ejército para echar a Lula. Es decir, pidiendo un golpe de estado que anule la decisión del pueblo expresada en las urnas. En vista de que esta táctica pacífica no daba el resultado apetecido, alguien decidió organizar el asalto a las instituciones, en una claro intento de provocar la intervención militar ante el caos y el vacío de poder que el asalto y la ocupación transmitían al país y al mundo. Importa destacar que no ha sido un asalto espontáneo, sino preparado y organizado.
El asalto a las instituciones brasileñas tiene un lado positivo y es que la extrema derecha brasileña se ha desenmascarado, confirmando así que el principal peligro para la democracia es la extrema derecha. Esa es la primera lección que debemos aprender de Brasil.
En EE UU, de la investigación llevada a cabo por el Congreso se desprende que Trump, consciente de haber perdido, intentó alterar el resultado presionando a las autoridades competentes en materia electoral en algunos estados. Finalmente propició el asalto al Capitolio con un fin muy concreto: impedir que éste certificara el resultado y, por tanto, impedir que Biden tomara posesión. No lo consiguió. Pero aún hoy es el día en que ni Trump ni sus seguidores (organizados en el llamado MAGA y organizaciones parecidas) siguen sin reconocer el resultado de aquellas elecciones.
Tampoco Bolsonaro ha reconocido su derrota y, con ello, ha alimentado la movilización de sus partidarios. Importa señalar que Bolsonaro ha apoyado abiertamente las movilizaciones que pedían abiertamente la intervención de los militares, criticando únicamente que la manifestación se volviera violenta, pero no el contenido de ellas: la intervención militar. Es verdaderamente revelador que apoyara a las manifestaciones y acampadas que no solo protestaban por el supuesto amaño de las elecciones, sino que pedían abiertamente el golpe de estado, es decir el fin de la democracia brasileña.
Pocas dudas caben de que Trump y Bolsonaro han estado detrás del asalto a las instituciones, como instigadores del intento del mayor ataque a la democracia de sus respectivos países. Trump y Bolsonaro tardaron en reaccionar al asalto de sus partidarios porque esperaron a ver si las intentonas tenían éxito. Solo cuando quedó claro que la cúpula del ejército brasileño no daba el golpe, Bolsonaro habló para desmarcarse de un golpe fallido, pero en modo alguno para condenar el asalto, salvo por sus actos vandálicos. Tengo para mí que si el Ejército hubiese dado el golpe, Bolsonaro lo habría saludado. Sean cuales sean las responsabilidades penales a las que tengan que enfrentarse hay una responsabilidad política que todo demócrata debería exigirles: han quedado descalificados para ocupar ningún cargo político en el futuro.
La extrema derecha europea no es exactamente igual que la norteamericana o brasileña. Pero resulta significativo que Vox haya tardado en condenar el asalto hasta que ha visto que el golpe había fallado. Y cuando lo ha hecho ha sido tratando de meter en el mismo saco a los asaltantes (presuntos delincuentes) con los manifestantes de izquierda que en otras ocasiones han protestado pero sin asaltar ninguna institución. Y no, en este siglo no existe ningún asalto violento que trate de torcer la voluntad popular por parte de la extrema izquierda. Así es que no existe ningún paralelismo entre la extrema derecha y la extrema izquierda. Lo que refleja Vox es su conexión con la extrema derecha brasileña y norteamericana. Lo del PP es de aurora boreal. Su reacción al golpe solo demuestra que tiene los rumbos perdidos, como dice la copla. Lo más preocupante es que no solo no comparte el diagnóstico de que aquí y ahora el peligro para la democracia viene de la extrema derecha, sino que no tiene ningún empacho en compartir el poder con Vox. No han aprendido una lección elemental: la extrema derecha desde Hitler ha llegado siempre al poder de la mano de y apoyada por la derecha conservadora tradicional.
Precisamente porque Europa experimentó en numerosos países los gobiernos de la extrema derecha (nazis, fascistas, franquistas, etc) con el resultado de la mayor hecatombe que recuerda la historia desde Atila, es por lo que aquí la extrema derecha tiene unos planteamientos mucho más moderados. La extrema derecha actual no es el fascismo ni el nacismo de los años 30. Y por eso, no tiene sentido aplicar una política de frente antifascista que fue correcto hace casi un siglo. La extrema derecha europea no representa un peligro existencial inmediato para la democracia, lo cual no quiere decir que no lo sea en el futuro y que debemos percatarnos y advertir de eso.
Pero si algo hemos aprendido de Andalucía es que si planteamos las cosas exagerando el peligro inminente de la extrema derecha solo conseguiremos que el PP gane. Si el asunto principal que se dilucida en unas elecciones es si Vox entra o no al gobierno andaluz, la forma más práctica de evitarlo es votar a Moreno Bonilla.
De esa lección se deduce que no deberíamos centrar la próxima campaña en dilucidar si Vox entra o no al gobierno. Ya sabemos que si el PP gana Vox estará en el Gobierno. Así es que si no queremos que Vox entre al Gobierno lo mejor es no votar al PP.
Hace 100 años el fascismo, el nazismo y las demás extremas derechas se ofrecieron como el freno más eficaz frente a la revolución que se había producido en Rusia y que aparecía como un peligro en el continente. Franco justificó su golpe por adelantarse a la inminente revolución comunista que estaba en marcha. No era cierto: no había ninguna revolución en marcha, pero la revolución comunista si que era una perspectiva existente, al menos en el plano de las declaraciones. Dicho de otro modo, el fascismo prosperó porque era la forma más práctica y expeditiva de cortar con el ciclo revolucionario que se había iniciado en Rusia en 1917. Hoy, cien años después no hay ningún ciclo revolucionario que parar. En Europa no existe ninguna izquierda revolucionaria que derrotar y aniquilar. Y de Rusia no llega ningún comunismo de ninguna especie sino un nacionalismo reaccionario y belicista.
La extrema derecha actual vive de la frustración social y no del miedo a ninguna revolución y más que denunciarlos como el principal enemigo de la democracia vale más atacar el problema de fondo: acabar con la frustración que ha dejado detrás la gran crisis de 2008.