El Cultural de Chamberí

Chamberí | suplemento cultural | viernes, 04 de diciembre de 2020 | 3ª Época | Nº 13

Por Aladino Cordero  | Pág nº 14

La soledad era la norma desde hacía tanto tiempo que en más de una ocasión estuvo a punto de saltarse la prohibición de llegar a descubrir quien estaba detrás de aquel sofá orientado a la ventana y siempre mirando al jardín. Creía que allí se sentaba alguien y eso le proporcionaba el pequeño hilo de esperanza de saberse acompañada. Que no estaba sola en aquella casa que formaba parte de un complejo urbanístico en el que se sentía atrapada y del que no quería ni podía salir.

Como otras mañanas bajó al jardín para observar las plantas que crecían rodeadas por el edificio que configuraba un gran patio de manzana. Las fachadas, todas ellas pintadas de blanco formaban un cuadrado en el que destacaban grandes tuberías que próximas a cada una de las cuatro esquinas, partiendo del suelo llegaban hasta lo alto de los edificios y junto a las silenciosas máquinas productoras de aire acondicionado que algún día habían funcionado, sobresalían cerca de muchas de las ventanas rompiendo periódicamente con sus volúmenes de grandes islas de óxido la armonía de las blancas fachadas.

La rasante del rectángulo que perfilaban los edificios presentaba un ligero desnivel en el lado más largo, obligando a acceder a algunas de las viviendas del edificio a través de escaleras, mientras que a las del extremo superior se accedía directamente desde el patio.

El jardín cubría una pequeña parte de la superficie del patio de manzana. El perímetro lo delimitaban las viviendas contiguas, siendo el frente justo la longitud de la fachada de su casa y el lateral finalizaba donde comenzaba otra vivienda.

Solamente ella tenía jardín. El resto de superficie del patio estaba constituida por tierra reseca y en algunos casos restos de lo que un día fueron aceras de hormigón de las que brotaban en algunas líneas mala hierba que crecía sin necesidad de agua ni cuidados.

El día era muy luminoso. Su vivienda estaba situada en el lado del desnivel que obligaba a utilizar escaleras. Después de bajar los ocho escalones que separaban su casa del jardín contempló las plantas que presentaban un aspecto de abandono. Consideró que había llegado el momento de tomárselo en serio y se dispuso a realizar los arreglos necesarios para transformar las plantas hasta que lograsen conseguir su vigor primitivo.

No se veía a nadie asomado a ninguna de las ventanas. No obstante algo en su interior le decía que estaba siendo observada.

Utilizando unas tijeras de podar hizo los primeros cortes separando de la planta las partes más deterioradas. Sabía que esa acción era necesaria para la curación pero al mismo tiempo conocía el sufrimiento que le estaba causando. No quería hacerla padecer, aunque continuó podando. La disconformidad era manifiesta a través de un lenguaje sin palabras que captaba perfectamente aunque no era suficiente para hacerla suspender su trabajo convencida de que lo que estaba haciendo era necesario para el propio bien de la planta.

Algunas de las ramas más atrevidas comenzaron a agitarse lo que le produjo desazón. Siguió podando las zonas enfermas y la planta mantenía sus quejas en silencio. El resto de plantas sin moverse de su lugar prestaban en silencio su apoyo a las ramas mas decididas y se percibe su agitación interna.

No entendía por que estaban descontentas si el daño momentáneo que pudiera causar lo hacía por su bien. Una vez podada, la planta crecería más fuerte y sana.

Salvo ella, las plantas y las miradas que presentía, no existía nadie más en el conjunto del edificio. Hasta que por fin vio que detrás de los cristales de una de las viviendas situada frente a la suya, un hombre al que no conocía le susurraba algo a una mujer que le acompañaba tratando de ocultarse igual que quien le hablaba.

No oía nada de lo que decía. La distancia que les separaba era considerable, y aunque no llegaba a ver con nitidez el movimiento de sus labios ocultos en la sombra, sabía que estaba reprochando su trabajo, solidarizándose con las plantas, y no por estima. Presentía resentimiento sin soporte de justificación.

Distinguió otras sombras dentro de la penumbra que dominaba el interior en las distintas ventanas. Sin ver a nadie en concreto, sabía que otros estaban reprobando lo que hacía. Odio e incomprensión, transmitido en un lenguaje hasta ahora inédito que sin embargo se iba transcribiendo  con intensidad a través de sensaciones rotundas que se incrustaban más claras y fuertes que el lenguaje de las palabras.

Terminó de podar las partes heridas de la planta y comenzó a hacer lo mismo con la más próxima, que también tenía ramas y hojas sin vida aparente. De entre todas las miradas que presentía estaba segura que una de ellas venía de la ventana de su casa donde estaba situado el sofá orientado al jardín con la persona que tenía prohibido descubrir.

Tenía previsto haber comenzado a regar, pero la situación de profunda protesta desequilibraba su ánimo y con sentimiento desbordado se hizo fuerte afrontado con frágil entereza la oposición que producía su trabajo de saneado. Como lo hacía por el bien de las plantas no cedió a las quejas, resistiéndose a reconocer en su actitud una huida hacia adelante que culminaría cuando todas las plantas del jardín estuviesen arregladas.

El día era claro con una tonalidad grisácea, intensa, plana que ocultaba la procedencia y el origen de la fuente de luz exterior. No había sombras. Incluso las ventanas con la cristalera ligeramente remetidas recibían en los recovecos más ocultos la misma luz uniforme que el resto de fachada y paisaje. Justo en la frontera que delimitan los cristales aparece la brusca penumbra que deja adivinar las ocultas miradas detectadas por la mujer que trata las plantas.

La misma quietud que caracteriza a la luz se acaba vertebrando con el sonido ausente. Silencio, un silencio tan profundo y tan uniforme que oprime los tímpanos.

Mantiene la mano en el grifo a cuyo extremo se une una manguera que permanece enrollada, apoyada en el suelo. Hace un recorrido visual por las distintas ventanas en las que no se atreve a incluir la de su casa donde se sitúa el sofá orientado al jardín. Distingue que desde el interior de cada una reside un reproche solidario con las plantas que se agitan en silencio haciéndole llegar el mensaje inequívoco del desasosiego.

Por fin abre el grifo y al cabo de un instante mana el agua que dirige a las plantas una vez que extiende la manguera. Las plantas reciben el agua en silencio. Ella advierte que la hostilidad continúa siendo la respuesta profunda de aquellos seres a los que les está reforzando la vida y la de aquellos otros que la repudian desde la oscuridad.

Después de dar por terminado el riego que realiza más pendiente de sus observadores que de las plantas, recoge la manguera, da media vuelta y sube los ocho escalones que la separaban de la entrada a la casa, sintiendo como el poder de observación que se incrusta en la espalda se traslada hasta la profundidad de su ser donde se instala el vacío al que deja paso la incertidumbre y el desamparo.

Ya desde su casa, como una sombra más, desde la oscura ventana mira hacia el jardín donde yacen los restos secos sobre los que caen gotas de agua que arroyan desde las plantas recién podadas. Desde su punto de observación forma un todo con aquel entorno asfixiante. Ahora es parte del impulso de la emanación de odio que se irradia desde afuera, integrándose en aquel colectivo asfixiante que culmina en la comprensión de la necesidad ineludible de rechazar todo lo que suponga transformación del jardín por medios externos a su propio desarrollo natural.

Aún sin recordar desde cuando esta sola, la soledad la está desesperando. Hasta el presente no había sentido tan fuerte el desasosiego que la invade. Todas las cosas están en su sitio, camina por el pasillo sintiendo que los observadores exteriores de alguna manera han renovado su perturbadora  curiosidad por la casa que transciende hasta ella misma. La butaca que le da la espalda y está situada frente a una de las ventanas alberga la última esperanza que le da intuir que está ocupada por alguien. Aunque no está sola siente en silencio el frío de la soledad.

Si la luz exterior es uniforme y plana, la de la casa también está ausente de matices y domina una atmósfera de penumbra, el exacto negativo del jardín. El mismo contraste se cumple con los sonidos. Si en el exterior su ausencia es la característica, dentro de la casa se perciben los secos sonidos que acompañan a sus pasos, pero se registran con un ligero retraso en su relación con los movimientos que los producen. En algunos momentos se escuchan distorsionados murmullos sordamente amortiguados de antiguas conversaciones que en algún tiempo pudieron haberse escuchado entre aquellas paredes.

Sabe en su interior que ha de acostumbrarse a su situación tan nueva y a la inexistente capacidad para comparar con recuerdos de vivencias recientes que se diluyen a través del filtro de una nueva dimensión en la percepción de los sentimientos.

En la penumbra, el tiempo pasa sin pasar. Las cosas de siempre, esas que se funden con ella misma. Cotidianas, resumen de su vida. Son parte de un decorado secundario que absorben las sombras  acaparadoras.

Solamente el jardín sirve de referente ajeno a la quietud de la casa. Ese jardín que remueve sensaciones inquietantes. En el recorrido que transita por la quebradura del tiempo suspendido, los recuerdos y las cosas se desvanecen en una oquedad donde las sombras y los sonidos desacompasados con los movimientos, en el desajuste envuelven la soledad de los espacios oníricos en el deambular de la mujer.

Regresa al jardín y las plantas siguen igual en su ser, como antes de ser podadas, marchitas, acechantes. No tiene fuerzas para iniciar otro día la tarea de sanear entre reproches. La rutina se le hace insoportable y vuelve al salón de su casa sintiendo un  irrefrenable deseo de superar de una vez por todas el aislamiento con aquel ser desconocido y saltarse la incomprensible prohibición que ella misma se ha impuesto de relacionarse con el ocupante de aquel sofá habitado que le da la espalda mirando siempre hacía la ventana.

Tomada la decisión de romper el umbral de la soledad se presenta determinada ante el desconocido que le permite mantener la ilusión de no estar sola.

Y comienza a intuir que se esfuma el último eslabón de la esperanza que le permitía soñar que  alguien comparte con ella su soledad.

Cuando se cruzan la misma mirada desolada cargada de reconvención e inquietud que intuye desde el resto de ventanas descubre que es ella misma quien ocupa el sofá.

Por psoech