La oposición de la patronal es perfectamente comprensible: no son partidarios de pagar más, claro. Hay empresarios muy importantes que entienden que para no seguir aumentando las desigualdades hay que poner impuestos a la riqueza y las rentas altas. …
Por Adolfo Piñero Simal
La reforma de las pensiones es un asunto de máximo interés para los más de nueve millones de pensionistas actuales y para los más de veinte millones de trabajadores y cotizantes a la Seguridad Social. El asunto trata de los ingresos que voy a tener y de los que tendrán, en su día, los futuros pensionistas. Por eso, llama la atención que la reforma de las pensiones ocupe un espacio mucho menor que asuntos que afectan a muy pocos, como por ejemplo la Ley Trans.
La reforma de las pensiones no forma parte de la “conversación pública”. Y si este debate no llega al gran público, mientras que otros debates sí que lo hacen, la izquierda puede fácilmente perder las próximas elecciones por muy bien que haya resuelto la difícil cuestión de las pensiones.
Por otro lado, el reciente debate parlamentario sobre la reforma de las pensiones ilustra el cambio de política económica que se ha impuesto tras la pandemia en Europa y en EE UU. Un nueva política económica que se sitúa en las antípodas de la austeridad.
A raíz de la crisis de 2008 (crisis financiera primero y recesión económica después) la doctrina aceptada o impuesta era la llamada austeridad, en sustancia, recortes en el gasto público, incluidas las pensiones presentes y futuras. Esta política fue aplicada tanto por el Gobierno socialista de Zapatero como por el conservador de Rajoy. Con una e importante diferencia: los recortes de Zapatero fueron más bien leves y a “contra coeur”, mientras los de Rajoy fueron brutales y, además, fueron teorizados como una “austeridad expansiva”. Tan potente fue esta corriente política de austeridad que hasta Tsipras tuvo que aplicarla en Grecia. La austeridad, pues, fue la política universalmente aplicada por derechas e izquierdas, unos convencidos de sus bondades y otros obligados como el que se toma una amarga medicina.
En contraste con los sacrificios impuestos al ciudadano corriente, el sistema bancario fue rescatado de la ruina por una intervención masiva del Estado. Es decir, los que hasta aquí habían insistido en la no intervención del Estado se apresuraron a pedir ser rescatados. Alguien, con cierta gracia, ha definido esta situación apuntando que la banca vivió en el socialismo y el resto de los mortales en el capitalismo más cruel.
Analizando aquella crisis, la mayor parte de los economistas asumen que la austeridad fue un desastre sin paliativos tanto en lo social como en lo económico. La austeridad produjo una recesión con todos sus avíos, es decir, con un paro enorme, multitud de empresas destruidas y un fuerte incremento de las desigualdades sociales. El ascensor social no solo dejó de subir sino que empezó a bajar, reduciendo el tamaño de la clase media. Me parece que en ese fenómeno, es decir, en la bajada de las clases medias podemos apreciar una de las causas del ascenso de la ultraderecha.
La crisis económica derivada de las medidas adoptadas para combatir la pandemia fue abordada con políticas opuestas a la austeridad. Fácil es observar que desde Bruselas y desde las principales instancias internacionales la recomendación que venía era “gastar más”. El incremento del gasto público financiado con endeudamiento permitió salir de la recesión inducida por el Covid en muy breve tiempo. La política expansiva se acompañó de fuertes medidas de protección social. Fue un éxito.
El cambio de política económica es muy llamativo tambien en política industrial. Frente a aquello de que la mejor política industrial es la que no existe lo que ahora se lleva (aquí y en EE UU) es una fuerte intervención del sector público en la industria tanto por razones de seguridad como para promover la descarbonización de la economía. El estado lejos de retirarse y dejar al mercado que arregle las cosas se ha convertido en un agente muy activo promoviendo una cambio en el modelo productivo de gran alcance.
En el marco de la política de austeridad, el PP abordó una reforma de las pensiones. Las pensiones son un componente muy importante del gasto público. La idea que el PP plasmó en su reforma es que para equilibrar la SS había que recortar las pensiones. Las pensiones actuales mediante una congelación ya que la revalorización del 0,25% supone una congelación en la práctica. Las pensiones futuras mediante diversos mecanismos, en especial el factor de sostenibilidad.
La reforma que acaba de votarse en el Congreso va en dirección opuesta. El equilibrio de la SS se logra mediante el incremento de las cotizaciones de los que más cobran y de las empresas y las pensiones no solo no se recortan sino que se mejoran las más bajas. En suma, se equilibra el sistema con más impuestos a las empresas y a los altos salarios. Es significativo que este movimiento se inscriba en recomendaciones que vienen de organismos internacionales. Los antaño esforzados defensores de la austeridad ahora recomiendan aumentar la fiscalidad sobre los beneficios empresariales y sobre las rentas más altas.
La oposición de la patronal es perfectamente comprensible: no son partidarios de pagar más, claro. Hay empresarios muy importantes que entienden que para no seguir aumentando las desigualdades hay que poner impuestos a la riqueza y las rentas altas. La patronal española está anclada en un egoismo estrecho y, en bastante medida estúpido. Para justificar lo que no es más que egoísmo y avaricia recurren al argumento manido de que se destruirá empleo, sin echar de ver que esa amenaza ya la hicieron con motivo de la subida del salario mínimo. Y no pasó nada de lo que decían.
Dicho sea de paso, otro de los tópicos del neoliberalismo ha caído. El aumento de la inflación no se ha producido por la consabida espiral salarios – precios. Más bien, los economistas han descubierto que la espiral que alimenta la inflación es la de beneficios – precios. Es decir, muchos empresarios han aprovechado la subida de la inflación para mejorar su beneficios.
Resulta patético escuchar los argumentos con los que el PP ha votado no a la reforma y promete derogar esta reforma tan pronto llegue al Gobierno. Primero dijeron no haber sido informados. Después que Bruselas no ha dado aún el OK a la reforma. El PP todo lo fía a que Bruselas tumbe la reforma y por eso presiona en Bruselas para que la UE no dé su acuerdo. El sentido de Estado o si se prefiere, el patriotismo del PP es muy mejorable. En todo caso, la discrepancia es de fondo, no de formas. El PP cree que el equilibrio del sistema público de pensiones debe alcanzarse recortando las pensiones presentes y futuras y aumentando la presión fiscal sobre empresas y rentas altas. Ese es el fondo de la cuestión.
El otro tópico que maneja el PP es que el mejor camino para estabilizar el sistema es aumentar el empleo. Es evidente. y, justamente eso es exactamente lo que ha pasado en esta legislatura. Con el denostado gobierno de coalición progresista resulta que el empleo está en máximos con unos veinte millones y medio de cotizantes a la SS, y eso a pesar de que nos dijeron que la reforma laboral destruiría tantísimos puestos de trabajo o que la subida del salario mínimo traería una hecatombe para el empleo.
Lo peor es que el PP parece anclado en la vieja política económica, en la austeridad que tan malos resultados ha dado. En materia económica soy partidario del pragmatismo: analizar qué resultados da esta o aquella política. A estas alturas aferrarse a la vieja política tan evidentemente fracasada no parece lo más inteligente.
Para fundamentar la reforma el gobierno se ha basado en previsiones demográficas y económicas. La argumentación fácil es que las previsiones económicas no son realistas y, por tanto, la sostenibilidad está en el aire. Es un hecho demostrable que las previsiones económicas tienen la fea costumbre de no cumplirse. Y menos aún en un mundo en el que los “cisnes negros” aparecen en bandadas. No obstante, todos los gobiernos y todas las instituciones basan sus políticas en las mejores previsiones económicas disponibles. La reforma es solvente en el sentido de que si las previsiones se cumplen el sistema se equilibrará. Y si no se cumplen habrá que retocar el sistema, cosa que el mismo sistema prevé. En resumen, la izquierda con esta reforma ha demostrado que otro camino, distinto de los recortes, es posible.