Querido D. Teófilo, el nombre del primer maestro nunca se olvida, usted me enseñó a leer y a escribir en una escuela unitaria de un pequeño pueblo castellano, a la luz del carburo, cuando no pocas veces se iba la luz y al calor de una estufa que encendía usted mismo las mañanas de invierno.
Querido D. Teófilo, el nombre del primer maestro nunca se olvida, usted me enseñó a leer y a escribir en una escuela unitaria de un pequeño pueblo castellano, a la luz del carburo, cuando no pocas veces se iba la luz y al calor de una estufa que encendía usted mismo las mañanas de invierno.
Recuerdo con qué insistencia nos repetía que todas las personas teníamos la misma dignidad, independientemente de donde habíamos nacido o quienes eran nuestros padres y por eso todos merecíamos el mismo respeto. De tal modo que lo peor que nos podía pasar era perder la dignidad.
Tal vez había leído a José Castillejo, uno de los referentes de la Institución Libre de Enseñanza cuando defendía que “el adiestramiento del carácter y la educación en valores éticos y cívicos son tareas esenciales en cualquier escuela. Y la honestidad debe grabarse en los niños, niñas y jóvenes”.
O había estudiado el Dictamen sobre el Proyecto de Decreto de Enseñanza, de 7 de marzo de 1814, que desarrollaba el título IX sobre “La Instrucción Pública” de la Constitución de 1812, que decía literalmente “sin una buena educación, es en vano esperar la mejora de las costumbres y sin la mejora de las costumbres, las leyes pierden su eficacia. La apuesta por la mejor enseñanza para la juventud debe ser el sostén y el apoyo de las instituciones y de la convivencia nacional”.
De hecho, a veces, hablaba de una época de España, lamentando “que no pudo ser”. Mi padre decía que usted era de esos “de la cáscara amarga”, cosa que yo entonces no entendía.
Lo cierto es, que en mi adolescencia, leyendo la “Carta a una maestra” sobre la Escuela de Barbiana de D. Lorenzo Milani, me acordé de usted y una cosa y otra despertaron en mi la vocación por la Educación, a la que felizmente he dedicado toda mi vida, gracias a esa Escuela Pública que es capaz de llegar con sus maestros y maestras a los últimos rincones de la geografía española. A pueblos pobres y pequeños como aquel en el que aprendí a leer y a escribir de su mano.
JUAN LÓPEZ MARTÍNEZ. Inspector de Educación.
Distinguido con la Encomienda de Alfonso X El Sabio que concede S.M. El Rey.